lunes, 19 de octubre de 2009

Los Sandros

Los pequeños gemelos Sandro René y Sandro Ramón no saben lo que es una Play Station, pero conocen los caminos que penetran en el monte santiagueño y se animan a caminar descalzos sin preocuparse por las espinas de vinal. Sus hermanos mayores no desconocen los secretos de ese tramo del Salado y saben donde se encuentran los “pescaos”, que persiguen con el anzuelo atado a un pedazo de tanza. Tienen la paciencia de los viejos pescadores y el tiempo de los que nada esperan.
Unos cuarenta kilómetros de bobadales separan a los Sandros y a su familia del asfalto y la civilización. Unos cuarenta kilómetros y una eternidad de penurias, olvidos y soledades. Sólo cuarenta kilómetros y otros tantos años luz. Son doce hermanos que viven en un paraje sin nombre a unos veinte kilómetros de Santo Domingo, el poblado más cercano. Su padre es el dueño de una magra hacienda que lucha por sobrevivir a la aridez santiagueña: unos veinte chivos y otras tantas vacas con las costillas entalladas al cuero. El paisano no toma alcohol, no fuma, ni tiene otro vicio que no sea hacer hijos. Tal vez los únicos signos de vitalidad en ese monte seco y olvidado. El hombre no conoce la televisión, pero tiene un cielo infinito de estrellas para descansar sus noches.
Esa mañana la tropilla de niños irrumpe en el campamento de los pescadores, atraída quizás por las guarachas sintonizadas azarosamente por la radio de la camioneta. Todo lo observan fascinados; como preguntándose porqué esos extraños han abandonado la comodidad de sus camas, sus televisores, sus acondicionadores de aire y las Play´s Station´s para hundir las botas en la tierra de su monte y ahogarse con el calor de sus siestas. Ellos no comprenden cómo es que puede la ciudad asfixiar, aburrir, desencantar. Sólo su monte y su río conocen y sólo eso entienden. En ello se les va la vida.
Los niños comen con pasión mezclando el asado y el mate cocido. No dicen nada que no se les pregunte; sus palabras son tímidas y apenas audibles. En los ojos no pueden ocultar un brillo de asombro ante aquello que los rodea. Todo es nuevo y extraño y tiene tal vez aquella magia del hielo que conoció el Coronel Aureliano Buendía en Macondo. Uno revuelve entre las cajas de pesca y encuentra un objeto de una belleza sorprendente: la extraña figura del señuelo fosforescente será acaso su primer juguete.

8 comentarios:

  1. Qué buena postal del monte santiagueño, cumpa. Hermosa, en verdad. Un abrazo.

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  2. Es interesante que a esta altura de la historia haya una comunidad, aunque sea una sola familia, que pueda mantenerse tan desconectada de lo que llamamos civilización. Lo que más me llama la atención del relato -y lo digo sinceramente- es que el tipo viva sin ningún vicio. Muy buen relato.

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  3. Roger: Lo mismo digo.
    Juanjo: Gracias por su apreciación compañero.
    Mel: Coincido estimado, es al menos llamativo que la comunidad Movistar no haya llegado al lugar para vender aunque sea un celular y cambiar la vida de esa gente. Respeto a los vicios también me resulta sorprendente que haya gente que no los tenga. Mas si se está en el medio de la nada y no tenés quien pueda legislar tus conductas. Un abrazo

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  4. Mi vieja viene de una familia de 12 hermanos, vivian en Catamarca, en un lugar que se llama La Puerta de Ambato. Y la postal es tal cual fue su infancia, allá por los `50 y `60, mi abuela aprendió a coser ropa en un telar que le dio eva perón, y laburaba por un balde de leche, un saco de granos... una locura para mi solo pensarlo; más aún que siga vigente en algún lugar. Ahora, sobre los vicios, no doy fe jajaaj,muy buen post Pollo, saludoss

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  5. Me conmovió el relato, muy bueno. Un abrazo Pollo

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  6. La pobreza rural es un flagelo de siglos del que nadie se ocupa.

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  7. Me imagino el contraste con mi pobre hijo que de tener tanto no valora nada... y no logra entender aún "cómo es que esos niños no sepan lo que es una play y puedan andar descalzos todo el día"...le sirvió que lo llevaran...no por mucho tiempo...

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