jueves, 3 de mayo de 2012

Asco


Al cuerpito de Mercedes Figueroa lo encontraron a unos pocos metros de su humilde casa; una de tantas casas humildes de uno de tantos barrios humildes de Tucumán. Está claro, no hay palabras que puedan explicar el aberrante crimen de una niña de seis años. Sin embargo, en medio del estupor y la indignación de toda una sociedad que busca entender qué pasó, la senadora Beatriz Rojkés encuentra una explicación lógica a la muerte de esa pobre alma. Lo que la senadora dice es que los padres de la niña son unos borrachos irresponsables que permiten que su hija juegue en la vereda a las seis de la tarde. Ellos son culpables.
Lo que a la senadora nacional le faltó decir es que esos padres irresponsables se emborrachan con el dinero de los planes sociales que paga el Estado, que esa gente elige vivir como pobre porque no les gusta trabajar, que se trata de gente vaga y llena de vicios como las montoneras gauchas del siglo XIX o los indios que exterminó Julio Argentino Roca en la conquista del desierto, que son la reencarnación de la barbarie que denunció Sarmiento, que son negros de piel y de alma que prefieren la vida fácil de la delincuencia a un trabajo digno, que las mujeres optan por prostituirse porque son putas a quienes les da placer coger por dinero, que se reproducen como animales para sumar mendigos a las calles, que son salvajes, incultos, violentos, enfermos, sucios, feos; que ellos son los culpables de todos los males de la sociedad.
Todo eso le faltó decir a Beatriz Rojkés; quizás porque la senadora no siempre dice todo lo que piensa.

domingo, 15 de abril de 2012

¿Hasta cuándo?

Pedro es un nudo de brazos propios y ajenos. En su carrera forzada a la Unidad de Traslado me deja un grito que se mezcla con los del pibe que pide que le dejen de pegar. Pide por favor, como mendigando a los tres policías que lo cachiporrean en el piso un resto de humanidad que no están dispuestos a ofrecer. Yo pido alguna explicación y también es pedir demasiado. La única respuesta es una amenaza de calabozo, un gesto desencajado, una itaka cruzada al pecho. Diez minutos antes estábamos en una fiesta.
La fiesta de Díaz Vélez al 500 era un evento poco extraordinario hasta que llegaron más de treinta policías armados a ponerle fin a la noche: camionetas, autos, motos, escopetas, pistolas, chalecos antibalas, cachiporras, oficiales disfrazados de Rambo y otros de civil participaron del rati horror show del domingo a la madrugada. A la prepotencia a la que nos tienen acostumbrados las intervenciones del IPLA, los muchachos le sumaron una dosis inusitada de violencia que incluyó itakasos y golpes de puño a mujeres. Lo absurdo es que la policía desplegó toda esa parafernalia no para perseguir convictos, no para desbaratar una banda narco, ni para detener a ladrones, estafadores, guerrilleros o sediciosos. Todo ese circo aberrante fue sólo para clausurar una pequeña fiesta con una banda tocando y gente bailando. Clausura que significa dinero de multas que pasan a alimentar las voraces arcas del Estado provincial.
¿Será parte de la política del Estado transformar al IPLA de ente recaudador en ente represor? ¿El objetivo es terminar con el alcoholismo a palazos? ¿Combatir la clandestinidad de los afters con detenciones ilegítimas y abusos policiales?
Media hora después estábamos buscando a dos amigos que se había llevado la policía. Nunca nos dijeron dónde los llevaban, ni porqué lo hacían. La peregrinación a las comisarías, las llamadas desesperadas, la invocación de nombres y jerarquías. Todo eso era parte de otra temporalidad. La sensación fue la de vivir por unas horas en la Argentina de los años de plomo, un tiempo que creía acabado, un país que suponía ya extinto.
A mis amigos los dejaron a dos cuadras de la comisaría segunda (acá las similitudes con aquel otro tiempo se vuelven escalofriantes), a uno lo habían golpeado, de a tres, cobardemente. Al parecer, en Tucumán, el precio a pagar por divertirse más allá de las cuatro de la mañana es el de terminar preso o tener que salir a rescatar amigos secuestrados por la policía. ¿Hasta cuándo vamos a soportar volver al país que nos propusimos nunca más?

miércoles, 12 de octubre de 2011

El mundo está callado y llueve

1521

Tenochtitlán


De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses hansido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, laciudad ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los saucesblancos y los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas através de la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena ydurante toda la noche llueve.Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias deguerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas,dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio, apenas,dos puñados de maíz. Los soldados arman ruedas de dados y naipes.El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc,untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.


Eduardo Galeano (memorías del fuego)

lunes, 10 de octubre de 2011

Street Fighter: reivindicación de la locura barrial




Alguien dijo una vez que yo me fui del barrio, ¿Cuándo? Si siempre estoy llegando. Manuel volvió sin que lo invocaran, como un recuerdo perdido. Llegó con el paso cansado y una gran bolsa a cuestas. Manuel se sentó en un banco de la placita y se aferró al pucho como a una última esperanza. Manuel pita fuerte y habla solo.
Manuel tiene un oficio de lo más extravagante para los tiempos que corren: es vendedor ambulante de papel higiénico. Transita las calles del barrio ofreciendo su mercancía, aunque nadie sabe quiénes son sus clientes (las viejas de mi cuadra nunca le compraron un solo rollo, quizás por pudor, o bien porque la aspereza del papel barato resulta nociva para sus hemorroides). Se lo vio por primera vez varios años atrás, merodeando los únicos videos juegos de Villa Muñecas. Allí se pasaba tardes enteras fascinado con el traqueteo mecánico de los juegos de pelea, participando ocasionalmente de algún que otro combate memorable. Fue en ese ámbito donde aprendió el arte de imitar los sonidos del game. Desde entonces se lo conoció como Street Fighter.
A pesar de su locura singular y de su habilidad para reproducir sonidos (como lo hacía Trobiani en las películas nacionales o el negrito de Locademia de Policía), Street Fighter nunca logró el prestigio de otros locos tucumanos que, con menos arte, alcanzaron el parnaso de la irracionalidad local. Los que saben aseguran que, de haber trasladado su carisma a la zona céntrica, ya sería un mito.
El recuerdo es ineluctable. Unos parlantes afónicos escupen una cumbia rancia. La pesada bicicleta del achilatero se apropia de las calles casi desiertas. Mujeres de vientres abultados se bajan del colectivo cargadas de cosas, inician su procesión hacia el penal de Villa Urquiza. En la resaca de la siesta de domingo, Street Figther invade la monotonía del paisaje barrial. Se acerca con paso cansino hasta la plaza, donde los vagos fuman y relatan las peripecias de la noche anterior. Atraído por el humo del tabaco, pide tímidamente un cigarrillo a sabiendas de que deberá demostrar sus gracias para obtenerlo. Street Figther fuma con ganas y recita su amplio repertorio de imitaciones. El “aduquen” y el grito animal de “Blanca”, que acompaña de un gesto igualmente bestial, son los que mejores le salen. Las noticias de “Cronica” y las cortinas de “Canto y cuento”, las que más divierten al auditorio. Por un momento el domingo deja de ser absurdo.
En una ocasión, un amigo le regaló unas revistas pornográficas anacrónicas que habían pertenecido a su padre. Desde entonces, no lo volví a ver.Semanas atrás, Manuel regresó a un barrio distinto. Sólo la imagen de la virgen en su pequeña gruta lo esperaba para oír, sin pasión, su frenético monologo.










Nota del Editor: El texto pertenece a lo que fue la página www.cerraeloyo.com.ar . Fue escrito hace tiempo a manera de homenaje al amigo Manuel

lunes, 16 de mayo de 2011

Palermo: un artista cagador de goles


Es un burro, un perro, un fenómeno, un genio, un monstruo, un titán, un dichoso, un optimista, un verdugo, una leyenda, una persona cuya única virtud profesional es estar en el lugar indicado en el momento preciso, el protagonista de una historia cinematográfica, el mejor, el más malo. La lista de lugares comunes que se usan para definir a Martín Palermo es tan extensa como insuficiente. No alcanza con la prolífica descripción zoológica, con la exaltación mitológica, con el repetido argumento del azar como don, con la tesis que asegura que lo que vemos es su película y no su vida. Ese compendio de explicaciones que fluctúan entre la cursilería y el desborde imaginativo, simplemente, no lo explican.
He tenido cientos, miles de veces, esta discusión en bares, en tertulias futboleras, en el café con los amigos: me dicen que es de madera; el caballo más grande que existió desde aquel que inventaron los griegos para engañar a los troyanos. Entonces, apelo a la fría racionalidad de los números, cansado de defender lo que las estadísticas demuestran por sí mismas. Sin embargo, ese argumento sólido, contundente, lapidario, no termina con el debate. Invariablemente, aferrados a esa pasión irracional por desmitificar lo que no se quiere; me retrucan que los goles que alimentan el obeso historial del goleador son fruto del ojete, si, para ellos, Palermo es alguien que anda por la vida, por el fútbol, cagando goles. Claro, no hay ninguna virtud en una acción que es sólo consecuencia de un reflejo natural. Naturaleza extravagante, por cierto, propia de la inédita zoología del equino defecador de goles. ¿Qué esperan muchachos? llamen a la National Geographic y a Discovery Chanel porque en el parnaso del fútbol argentino hay un animal que abona las redes. Para algunos, a eso se resume su historia: Palermo y su culo prodigioso, su culo mágico.
Delirios como el que acabo de describir alimentan el imaginario de las víctimas de los goles de Palermo, que recurren a hipótesis descabelladas para desmentir la racionalidad de las cifras. El alegato de la casualidad eterna es sólo una de las tantas maneras con las que pretenden exorcizar el sufrimiento, comprensible, por cierto: siempre es el perro y su suerte animal la que los condena. En medio de todo ese artificio retórico, lo que no se termina de entender es cúal es la verdadera esencia del goleador. Entonces, voy a arriesgar una definición y con ella me arriesgaré una vez más a la puteada: Palermo es un artista.
Mientras me putean, intentaré explicar mi tesis: El gol es el súmmum del arte del fútbol, la concreción de su lógica pasional, la obra en su estado acabado. Un caño, un taco, una rabona son expresiones bellas, sin duda, pero si no terminan o contribuyen al gol son una paja, una anécdota, un destello que podrá deslumbrar al esteta pero que no emocionará al hincha. A riesgo de ser considerado más bilardista que Bilardo, debo decir que toda filosofía futbolera se destruye frente al axioma que alguna vez escuché en boca del inefable Luis Rey: “gana el que hace más goles”. Si, tan simple como eso. ¿Acaso para el Don Juan cuentan las conquistas que no terminan en el coito? Para el seductor de nada sirve la mirada ganadora, el beso cautivante, ni la franela ablandadora si la acción no termina en un polvo. Lo mismo pasa con el fútbol: ¿nos acordaríamos hoy del segundo gol de Maradona a los ingleses, si en vez de eludir al arquero, hubiese definido al segundo palo y la pelota se hubiese ido larga, besando su cara externa? Obvio que no, sería sólo una anécdota, una anécdota muy cruel por cierto. Pues bien, siendo el gol la máxima expresión del juego en tanto arte, entonces, siendo Palermo uno de los goleadores más grandes en la historia del fútbol nacional, no hay que ser un genio matemático para definirlo como un artista. Sin embargo, la cosa no es así de fácil.
Palermo no es un artista por la desmesura goleadora que traducen las estadísticas. Su arte no reside sólo en la cantidad y calidad de sus goles, sino en la perdurabilidad de ellos. En el hecho incuestionable de que muchos de esos goles ya son eternos. Son infinitos en la memoria de los hinchas que le contarán a sus hijos y estos a los suyos – y así por siempre- que vieron a Palermo hacer un gol con los dos pies, otro con la rodilla destrozada, o uno con la cabeza desde la mitad de la cancha, dos goles en una final intercontinental, unos cuantos más para ganar clásicos o en un mundial (la lista sería inacabable). ¿Quién le saca el último gol de Martín a River de lo más profundo del ser al hincha que llora con ojos vidriosos aferrado a la tela? A eso se reduce toda praxis artística: un momento condenado a la eternidad. Ante eso, toda cifra, todo número finito, es una ecuación absurda. Sólo el arte trasciende al tiempo y Palermo es un artista, un magnífico artista cagador de goles.

miércoles, 16 de junio de 2010

Prohibido pecar contra la esperanza


De pronto Sudáfrica parece la Atenas de los sofistas: en todas partes los portavoces de la sabiduría hablan de esquemas, estrategias y tácticas; mientras anuncian a viva voz sus propias formulas del éxito. Algunos dueños del saber aseguran que Maradona ha errado otra vez, casualmente, los mismos para quienes el técnico de la selección ha vivido equivocado. Esgrimiendo una objetividad incuestionable, estos eximios periodistas apuntan sus saetas emponzoñadas a un Diego que las para con pecho altivo.
En el barrio, cuando niño, había una formula que servía para contrarrestar cualquier afrenta: “Sigue hablando, sigue entrando”, se decía en ciertos casos para silenciar a un rival. Ahora bien, si la sentencia barrial se aplicara a todos los Totis Pasman que deambulan por la copa del mundo, estos posiblemente correrían la misma suerte que las víctimas de Vlad Tepes. Esta inmolación no sería un castigo por ofender a la deidad del futbol, sino más bien una sanción justa al uso indebido del oficio que dicen desempeñar.
No es pecado criticar a Maradona. El error de quienes se empeñan en buscar los desaciertos del técnico está en dar la espalda a la gente. Detrás de las pantallas que ocupan esos falsos sabios del fútbol, hay un país que se muerde las manos por salir a las calles a festejar un mundial. Hay gente atragantada de felicidad que espera con el alma en vilo un triunfo, mientras esos pseudo filósofos del futbol ostentan un racionalismo contrario a toda ilusión. En pos de oír su voz, hacen oídos sordos a las palpitaciones del pueblo.
Eduardo Galeano recordó hace unos días una máxima que aprendió de uno de sus maestros en el periodismo. Las palabras, tal vez pomposas, pero no por eso menos ciertas, revelan el peor error en que puede incurrir quien ejerce el oficio: “Prohibido pecar contra la esperanza”.

martes, 23 de febrero de 2010

Yo vi al diablo en Ranchillos


Los hechos del domingo confirmaron el rumor popular: el diablo anda suelto en el carnaval de Ranchillos. Un vecino me lo dijo, lo escuchó de un amigo a quien le comentaron que, durante un almuerzo de Mirta Legrand, el chaqueño Palavecino había relatado el encuentro. La versión cuenta que el cantante vio a lucifer entre el público mientras hacía su show el año pasado. La anécdota incluía un dato no menor: el rey del averno le había vaticinado una catástrofe para estos carnavales. Después, otras narraciones similares repetirían la historia con detalles más o menos fascinantes. Curiosidad o devoción, lo cierto es que el domingo comprobé que el demonio carnavalea en Ranchillos.
El diablo andaba suelto. Lo vi cantar con el torso desnudo arriba del escenario, un fierro tatuado en la cintura, otro en las manos a manera de instrumento. Lo vi moverse como poseído y no había exorcismo que acabara con el éxtasis infernal de la música de su keytar. Lo supe yo y los pibes y las guachas que danzaban frenéticas en Ranchillos: durante poco más de media hora Pablo Lezcano fue el diablo.
El diablo andaba suelto, no había duda. Lo vi también junto a la morocha que arrastraba de los pelos a una rubia oxigenada entre una maraña de ratis impotentes. Lo vi en las embestidas sexuales del hombre gordo que arremetía contra una mujer prendida a su cuello. Lo sentí bailar a mi lado y bambolear dos pechos titánicos al ritmo de una cumbia. Lo vi disfrazado de mandingo con el rostro todo pintado de negro mientras hacía un pete en el baño. Lo vi como un Goliat culón disfrazado de mujer. Lo vi y se llamaba Pedro; luego Alvaro y tenía los ojos podridos, la lengua dispuesta, el apetito insaciable. Lo había ido a buscar y ahí estaba, esperándome en el espejo del baño de mi casa.