martes, 26 de mayo de 2009

Busqueda teológica

Jorgito nunca fue lo que se dice “una persona despierta”. Había nacido con las neuronas apelmazadas y en constante huelga de sinapsis. Tal vez se tratara de una cuestión genética, esa vagancia mental y un cuadro con una foto firmada por El general sería la única herencia que le legara su padre; un paladín del sindicalismo nacional cuyo mayor logro había sido la fundación del gremio de imitadores de Elvis Presley, que luego sería el gremio de imitadores de Sandro; cambio de potestad que supuso el fin de su carrera política. Con o sin predisposición biológica de por medio, lo cierto es que los médicos que trataron el caso de Jorge habían dado un diagnostico lapidario: el chico sería un pavo.
A pesar de su pereza cognitiva, Jorgito siempre tuvo ciertas inquietudes filosóficas, vagabundeo intelectual que lo llevaría a vender café y pastafrola en los pasillos de la facultad de filosofía y letras. En aquel templo del saber, el joven sería parte de largas tertulias que emulaban de manera precaria al banquete platónico, ocasiones en las que pensadores de fuste lo adiestrarían en cuestiones referidas al ser y al devenir humano a cambio de sus productos (se sospecha incluso que algún marxista habituaba manotearle parte de la recaudación alegando la defensa contra el carácter alienante del capital). A medida que aquellos precoces filósofos saciaban sus apetencias mundanas, a Jorge se le iba empachando la sesera de ideas trascendentales. Entre aquella maraña heteróclita de conceptos platónicos, kantianos, nietzchianos, hegelianos y tomistas, lo que más despertaba el lento, aunque curioso, intelecto del iniciado eran las disquisiciones teológicas. Sería ese el comienzo de su obstinada búsqueda del demiurgo.
La inquisición de Jorge empezó apelando a la lógica más racional de todas: buscó a Dios en su propia casa. En la iglesia de su barrio lo atendió un párroco afable y dispuesto a saciar todas sus inquietudes trascendentales sólo a cambio de su entrega espiritual. Fue en las íntimas penumbras del confesionario donde Jorgito recibió el sublime néctar de la sabiduría. Una vez acabado el acto de fe, con el regocijo propio de quien termina con una misión sagrada, el cura se bajó la sotana y le dijo simplemente: “Dios está en el cielo”.

Ya estaba pensando el joven en la forma de hacerse aviador o astronauta para poder acceder a una entrevista con el creador de todas las cosas cuando recibió una revelación inesperada: “El cielo queda en la Banda del Río Salí”, le dijeron. Un viernes por la noche se subió al 131 y no tardó en llegar hasta el lugar que, según pudo comprobar in situ, se denominaba “El cielo”. Una multitud extasiada de feligreses aguardaba al igual que él para conocer al demiurgo. Después de pagar la entrada se dirigió a la puerta y se sorprendió al encontrar en el lugar del anciano San Pedro a un morocho de cabeza demasiado pequeña para un cuerpo tan abultado. Jorge le confesó anhelante su propósito: “Quiero conocer la cara de Dios”. El morocho lo miró con desconfianza y, tras escudriñar minuciosamente su rostro impávido, le espetó sin solemnidad alguna: “A mí no me rompás las bolas, para eso búscala a la Marta adentro”.
Jorgito sabía que el creador opera de formas misteriosas y pensó que aquella mujer sería una especie de Beatriz que lo conduciría hasta la revelación esperada. Deambuló alucinado por el efecto de las luces que titilaban en sus retinas y el eco de los sonidos que rebotaban en sus siempre amodorradas neuronas. La voz de ultratumba de Rodrigo indicaba un largo camino al cielo cuando se encontró con ella: las blandas carnes abdominales desbordaban por debajo de una pupera diminuta, los pantalones ceñían unas caderas voluptuosas y destacaban la herida insondable del monte de Venus, la cabellera blonda oxigenada le ocultaba parte de los prominentes pechos rendidos a la ley de gravedad y un par de ojos felinos se destacaban en la extravagante figura de la guía celestial. La imagen desprolija de una cruz estampada en tinta china en uno de sus hombros sería considerado como un signo irrefutable de santidad por el joven. Efectivamente, la fémina le aseguró que lo haría conocer el rostro de Dios a cambio de una pequeña retribución monetaria. Sólo debía dejarse llevar de su mano hasta la plaza de La Banda, lugar elegido para la revelación teológica.
Lejos de encontrar a Dios, Jorge experimentaría un acto profano. En aquella plaza a oscuras unos seres inspirados por las artes non sanctas de la Marta lo despojaron de todas sus pertenencias mundanas. Esa madrugada la penuria no sería sólo intelectual; el pobre Cristo volvería, literalmente, en bolas a su hogar.
Pasaron los días y el joven continuaba su búsqueda por medio de intensas inquisiciones filosóficas, actividad que lo encontraría una siesta de domingo discutiendo acaloradamente en el taller mecánico de “Pancho”; eminencia en el arte de desbasurar carburadores y hombre de poca pero certera erudición. Jorge trataba de explicar a aquel grasiento pensador la teoría aristotélica del “Primer motor inmóvil”:

- Entonce vo me está queriendo deci que Dio vendría a se el que mueve, pero sin que nadie lo mueva ¿verdá?- Indagó el mecánico meditabundo.

- Ajá.- respondió escuetamente Jorgito.

- Mirá vo ¿quién lo diría no? Me parece que yo lo conozco a ese.

- ¿A quién?- preguntó sin ocultar su asombro el joven.

- Al primer motor inmóvil pue. Es “El Negro Guanquero”, aunque me parece que estás errao porque ese no es ningún santo.

- ¿Cómo sabés que es él?- Se apresuró a preguntar el filósofo, presumiendo que la respuesta a esa interrogante podría ser trascendental.

- Obvio chango, “El Guanquero” era poronga en la “Bombonera”. Ahí se movió a todo el mundo, pero a él no se lo mueve nadie ¿Quién se le va a animá si es un negro grandote, fiero y arisco?

Para llegar al desvencijado rancho de “El Guanquero” había que sortear a pie un inmundo laberinto compuesto por angostas y sinuosas rutas de barro hediondo; circuito que atravesaba un territorio sin ley donde convivían jóvenes delincuentes, expendedores de drogas y aberrantes travestis, la mayoría de los cuales se habían iniciado al fragor del estoque del supuesto demiurgo. Una vez en la morada, que nada tenía de celestial, Jorge se deslumbró ante la presencia de quien sería el “Primer motor inmóvil”: un moreno de cuerpo inmenso y macizo donde habitaba un alma entregada sin pudor al vicio. La experiencia sería tan movilizadora que el frágil rancho pareció desmoronarse ante los embates sísmicos de la fe. No tuvo dudas de que se trataba de un ser omnipotente, sin embargo, a pesar de sus ruegos e invocaciones, Dios no se apareció por allí.
Jorge desando esa tarde los intrincados pasillos de la villa con el ser desgarrado y su intelecto-todavía obnubilado por el tamaño de la biela de aquel motor que lo había movido- puso por primera vez en duda la existencia del creador.


Con el paso del tiempo, el joven recuperaría la integridad de su ser y la fe necesaria para continuar con la pesquisa teológica. Un día se encontraba abstraído en el desciframiento de mensajes subliminales ocultos en textos profanos cuando percibió una estrofa del pensador contemporáneo Carlos Alberto García Lange que revelaba un axioma contrario al postulado por la fracasada teoría del motor inmóvil: “Dios es empleado en un mostrador, da para recibir”. Ese sería el indicio que marcaría el comienzo de una nueva impetuosa búsqueda.
El precepto de García llevó a Jorge hasta el recinto de la Dirección General de Rentas, paraíso de la recaudación fiscal donde abundan los empleados y los mostradores. Pero en ese lugar nadie parecía estar capacitado para comprender los enigmas trascendentales que el filósofo intentaba develar. Imbuidos de un acérrimo afán burocrático, los supuestos dioses le hicieron completar una innumerable cantidad de formularios que le secaron los bolsillos y no lo acercaron a deidad alguna. En efecto, terminó por abonar un gravamen que pesaba sobre el derecho a la divagación teológica y las patentes atrasadas de una Vespa que su difunto padre había vendido a un correligionario en el año 63. ¿Dios? Era demasiado evidente que allí tampoco estaba.
Apesadumbrado por el nuevo fracaso filosófico, con el último billete que le quedaba se tomó un taxi. A poco de transcurrido el viaje se encontró narrándole sus desdichas al tachero que escuchó con atención la historia del devenir errante del muchacho. Una vez terminado el relato, el conductor carraspeó y reflexionó: “Vos sos un boludo pibe, perdóname que te lo diga, pero es sabido que Dios está en todas partes pero atiende en Buenos Aires”.
Con las arcas vaciadas por la voracidad impositiva, Jorge tuvo que apelar una vez más a su capacidad de entrega espiritual para llegar a la capital y continuar con su búsqueda. La experiencia que había adquirido tras sus incursiones en el confesionario de la parroquia y en el rancho del primer motor inmóvil le permitió transar con los camioneros para que lo llevaran hasta el despacho de Dios.
Tras un largo periplo, finalmente, el joven fue depositado en aquella inmensa ciudad. Con unos cuantos pesos que le había obsequiado uno de los camioneros (más cariñoso que el resto de los conductores) se sentó a tomar un café en un bar de Once mientras pensaba en cómo continuar con su exploración teológica. Estaba concentrado en sus cavilaciones cuando recibió la visita inesperada de un hombre de ojos rasgados que se presentó como el líder espiritual de la iglesia del renacimiento perpetuo. El sujeto, un coreano verborragico que hablaba un español apenas inteligible, se ofrecía como mediador entre el filósofo y Dios. Las lecturas de los pensadores orientales llevaron a Jorge en confiar en el representante de una cultura que tenía una tradición filosófica milenaria. Por fin había llegado el momento del encuentro divino.
A las pocas horas de conocer al profeta, Jorge se encontró en un sótano mal iluminado donde un grupo de inmigrantes paraguayos y peruanos cosía a mano la celebre pipa de Nike en camperas procedentes de Bolivia. Un escuadrón de coreanos armados de látigos controlaba que el proceso se cumpliera según las pautas impuestas por el mundo globalizado. El filósofo tuvo que resignarse entonces a revivir en carne propia el mito platónico de la caverna. Fueron largos los meses que lo alejaron del mundo cognoscible hasta que logró escapar del yugo para volver a enfrentar la realidad exterior.


Sentado en la vereda, el joven descubrió que los únicos resultados de su vagabundeo filosófico habían sido la ruina económica y unas hemorroides del tamaño de un racimo de uvas. Fue entonces cuando, quizás por única vez en su atribulada existencia, sus neuronas lograron la actividad suficiente como para concretar un instante de lucidez: Todo estaba claro, tal vez Dios sea aquella molécula o partícula que vuelva a las cosas aleatorias, un mecanismo azaroso que le otorga entidad al ser. Así, según esa lógica, sería ese Dios el responsable de hacer de él un ser humano y no un perro o un gato, de decidir si volverlo macho o hembra. Como quién al timbear elige entre la carta roja y la carta negra para doblar o perder el pozo. Entonces cuando la tostada cae del lado de la manteca, cuando la pelota pega en el palo y sale, cuando el espermatozoide logra fecundar al ovulo, cuando el pedo sale con ripio. Ese es Dios haciendo su trabajo.
Entonces todo fue muy claro para Jorgito: Dios no existe, pero es un hijo de puta.

13 comentarios:

  1. TRE MEN DO. El pobre Jorgito tuvo que sufrir en carne propia una búsqueda que los filósofos más cómodos -¿y menos comprometidos?- hicieron siempre dentro de sus mentes.

    Muy bueno. ¡Saludos!

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  2. CLAP CLAP CLAP CLAP...

    Simplemente genial. La moraleja es evidente hasta para la mente mas básica: no busques al barba que seguro te rompen el culo y te ponen a laburar como negro.

    E X C E L E N T E

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  3. ¿De ahí es que sale la frase "más boludo que el alfajor"?
    XD

    Podría entrar a discutirte un par de cosas pero no dá.
    Beso!

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  4. ESPECTACULAR

    te pasaste pibe

    casi me meo de risa... y todos sabemos lo q significa la pis en psicoanálisis... o no?

    jajaja

    en fin... muy bueno realmente, te pasaste en serio

    besos

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  5. Sebastián:Coincido con vos, la praxis filosófica se queda en el plano de las ideas y muy pocas veces desciende a lo terrenal. Abrazos.

    Rafa: Gracias vieja.Supongo que por eso Victor Sueiro fue y volvió tantas veces.

    Nan: Sinceramente no la conocía a esa frase. ¿Por qué no da? Discutime que me gusta.Besos

    Ivy:Disculpá la ignorancia pero ¿qué significa la pis en el psicoanálisis? Beso

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  6. Simplemente geniall tu post, Jorgito. Me hiciste cagar de risa, culiao... ¡larga vida al pollo!

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  7. muy bueno realmente. brillante
    es de los mejores blog q sigo
    te felicito segui asi
    saludos

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  8. Coincido con los preopinantes. Me gustó esta parte en especial: Fue en las íntimas penumbras del confesionario donde Jorgito recibió el sublime néctar de la sabiduría. Una vez acabado el acto de fe, con el regocijo propio de quien termina con una misión sagrada, el cura se bajó la sotana y le dijo simplemente: “Dios está en el cielo”. El néctar de la sabiduría... no podés,tasa.

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  9. JB: Jorgito esta!
    Carlao, Chukulo: Gracias compadres. Ure sabés hace cuanto que no escucho la palabra tasa? No podés

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  10. hacerse pis encima = equivalente de un orgasmo

    :P

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  11. Genial, cumpa. Me mató el capítulo de El Cielo, de la Banda del Río Salí. Me hizo cagar de risa. El remate, otra vez, impecable. No exagero. Es excelente. Un abrazo.

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  12. Coincido con Juanjo, el remate fue tan placentero como ahogarse con gaseosa y tirarla por la nariz.

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  13. Una vez tuve la desgracia de ir al cielo en la banda del rio sali, casi podia verlo a Jorgito buscando la redencion jajaaj esa vez un par de minas cuarentones y bastante rellenitas bailaban a full jeniffer lopez en la pista... para pegarse un tiro, ademas cada pibe que se acercaba te generaba una duda: querrá bailar o afanarme la cartera??? jajaaja, excelente post pollo, saludosss

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