viernes, 17 de abril de 2009

La Habana, real y maravillosa



La Habana es Macondo. Uno camina por la ciudad fascinado por la voluptuosidad de sensaciones que perciben los sentidos: la gritería de la gente que comercia, ama y sobrevive en las calles; el candoroso caminar de las mulatas y su obsceno tráfico de miradas; el color de las banderas colgadas de los balcones de los grandes edificios en ruinas; la fragancia del tabaco que asecha a la vuelta de cualquier esquina. Todo es demasiado artístico como para ser real, como vivir una novela de García Márquez o estar atrapado en un cuadro de Dalí. En la capital cubana lo insólito se vuelve palpable y familiar, se naturaliza; como en una gran kermese de locos.
Es esa familiarización de lo extraño lo que hizo que la ciudad caribeña se convirtiera en la proyección empírica de los mejores delirios literarios que produjo nuestro continente. Fue Alejo Carpentier, un hijo prodigo de la isla, el primero en darse cuenta de eso al rechazar los artificios de las vanguardias europeas para buscar en su tierra la inspiración de su pluma. Los ismos del viejo mundo habían fracasado en su intento de conjugar vida y arte. Luego de esa frustración, la exploración del inagotable caudal de mitologías de nuestra America llevaría al autor a convertirse en uno de los iniciadores de aquello que llamó realismo maravilloso. Para Carpentier ya no era necesario contar la mentirosa historia del encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección, bastaba con salir a la calle para encontrarse con lo increíble, con esa realidad que definía como maravillosa. Hace poco corroboré que basta caminar por la Habana para vivirlo y este es un efímero intento de traducción.
La capital cubana es una ciudad de contrastes surrealistas: la opulencia y la miseria conviven a diario en un paisaje en el que los imponentes hoteles primermundistas comparten el espacio con edificios semiderruidos en cuyas fachadas todavía se pueden encontrar algunos vestigios de un lujo demasiado anacrónico. Esas edificaciones antiguas, antes señoriales, ahora ocultan en su interior una tumultuosa vecindad de gentes que hacen el amor o el arte con la misma desmesurada pasión. En los bares, los turistas se alivian del bochorno del caribe con mojitos y daiquiris mientras lo consumen todo: ron, comidas, mujeres. Afuera, un viejo cascado se gana la magra comida del día vendiendo cucuruchos de maní por monedas; algunos le compran, habituados a almorzar en ese improvisado Fast food del subdesarrollo. En la calle principal, un soberbio Ford del 40 que se parece a un pequeño barco con ruedas navega ruidosamente a la par de un auto alemán último modelo mientras un enjambre de bicicletas y Jawas con sidecar se abre camino en el asfalto. Parece que en Cuba los relojes son inútiles, hace ya rato que en la isla el tiempo dejó de existir.
La muchedumbre que colma la Habana es heterogénea y plurirracial, pero son los descendientes de los esclavos africanos los que aportan los principales matices de la ciudad. En la Habana hay negros de todos los colores: ancianos barbudos que fuman sus puros sentados en las veredas; jóvenes que parecen raperos sacados del Bronx ostentando largas cadenas y dientes de oro; niños que juegan al baseball con bates improvisados en las calles; morenas cuyas nalgas parecen de una dureza inexpugnable, como talladas en ébano; viejas matronas que se mueven con el acompasado ritmo que imponen sus monumentales caderas y las mai umbanda con sus polleras blancas y colgantes multicolores. Todos ellos padecen una alegría extravagante que se manifiesta en sus movimientos, en sus voces y en sus rostros, pero en sus miradas brilla un dejo de triste resignación que marca ese contraste que los define: parecen condenados a una miserable felicidad.
Espectadores de ese colorido espectáculo, los turistas recorren deslumbrados los vericuetos de la ciudad como emulando los pasos alucinados de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca en su búsqueda de “El Dorado”. Los nuevos peregrinos occidentales todavía pretenden llevarse consigo la receta de la piedra filosofal o bañarse en las aguas de la fuente de la eterna juventud; seducidos por la exuberancia de la isla quieren un pedazo de paraíso. Por su parte, los cubanos, sin inocencia alguna, se dejan conquistar nuevamente para venderles pequeños y falsos souvenirs del edén; son ahora ellos los que ofrecen espejitos de colores como mínimos placebos.
Se cree que pasaron unos cincuenta años de la última revolución que intentó cambiar los paradigmas del mundo. Personalmente, no creo que la gesta de los barbudos en 1959 haya logrado su objetivo. Sin embargo, en la Habana y en toda Cuba con cada día despierta una nueva revolución: la de lo maravilloso que intenta imponer su magia a expensas de la mezquina lógica de lo real.

6 comentarios:

  1. Extraña fascinación la de lo 'real maravilloso'. Encantamiento -cuando no, deslumbramiento- inevitable ante la contigencia de lo cotidiano, diferente. Experiencia 100% sinestésica.
    Magnífica tu crónica cubana. Gracias.

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  2. Linda crónica compadre, me gustó mucho. Igual siempre quedan cosas por charlar... ja, ahora quiero más crónicas!! Un abrazo, ya le dije que me da un poco de vergüenza andar dejando comentarios.

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  3. El otro día una compañera de la facultad (hueca, pero está muy buena) me salió, inesperadamente, con una charla que involucraba a el "Che" Guevara y a Camilo Cienfuegos.

    Al finalizar su relato me dijo:"¿y vos ya viste la película?. Se pasó Benicio del Toro". Me cago en Hollywood.

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  4. Vero: creo que dio en el clavo, se trata de una vivencia totalmente sinestésica la verdad. Gracias por su comentario.
    Maby:Todos sabemos que es usted lo que se dice una ortiva, por eso le agradezco que se haya llegado. Gracias mabyyyyyyyyyyyyyyyyyy
    MM: Vieja de los pasillos de esa facultad puede surgir cualquier cosa, no se como es que la gente sigue yendo a ese antro.

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  5. me encantó, igual quiero ver más de esas quichicientas fotos q sacaron

    besos

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