jueves, 3 de mayo de 2012
Asco
domingo, 15 de abril de 2012
¿Hasta cuándo?
miércoles, 12 de octubre de 2011
El mundo está callado y llueve
lunes, 10 de octubre de 2011
Street Fighter: reivindicación de la locura barrial
Manuel tiene un oficio de lo más extravagante para los tiempos que corren: es vendedor ambulante de papel higiénico. Transita las calles del barrio ofreciendo su mercancía, aunque nadie sabe quiénes son sus clientes (las viejas de mi cuadra nunca le compraron un solo rollo, quizás por pudor, o bien porque la aspereza del papel barato resulta nociva para sus hemorroides). Se lo vio por primera vez varios años atrás, merodeando los únicos videos juegos de Villa Muñecas. Allí se pasaba tardes enteras fascinado con el traqueteo mecánico de los juegos de pelea, participando ocasionalmente de algún que otro combate memorable. Fue en ese ámbito donde aprendió el arte de imitar los sonidos del game. Desde entonces se lo conoció como Street Fighter.
A pesar de su locura singular y de su habilidad para reproducir sonidos (como lo hacía Trobiani en las películas nacionales o el negrito de Locademia de Policía), Street Fighter nunca logró el prestigio de otros locos tucumanos que, con menos arte, alcanzaron el parnaso de la irracionalidad local. Los que saben aseguran que, de haber trasladado su carisma a la zona céntrica, ya sería un mito.
El recuerdo es ineluctable. Unos parlantes afónicos escupen una cumbia rancia. La pesada bicicleta del achilatero se apropia de las calles casi desiertas. Mujeres de vientres abultados se bajan del colectivo cargadas de cosas, inician su procesión hacia el penal de Villa Urquiza. En la resaca de la siesta de domingo, Street Figther invade la monotonía del paisaje barrial. Se acerca con paso cansino hasta la plaza, donde los vagos fuman y relatan las peripecias de la noche anterior. Atraído por el humo del tabaco, pide tímidamente un cigarrillo a sabiendas de que deberá demostrar sus gracias para obtenerlo. Street Figther fuma con ganas y recita su amplio repertorio de imitaciones. El “aduquen” y el grito animal de “Blanca”, que acompaña de un gesto igualmente bestial, son los que mejores le salen. Las noticias de “Cronica” y las cortinas de “Canto y cuento”, las que más divierten al auditorio. Por un momento el domingo deja de ser absurdo.
En una ocasión, un amigo le regaló unas revistas pornográficas anacrónicas que habían pertenecido a su padre. Desde entonces, no lo volví a ver.Semanas atrás, Manuel regresó a un barrio distinto. Sólo la imagen de la virgen en su pequeña gruta lo esperaba para oír, sin pasión, su frenético monologo.
lunes, 16 de mayo de 2011
Palermo: un artista cagador de goles
Es un burro, un perro, un fenómeno, un genio, un monstruo, un titán, un dichoso, un optimista, un verdugo, una leyenda, una persona cuya única virtud profesional es estar en el lugar indicado en el momento preciso, el protagonista de una historia cinematográfica, el mejor, el más malo. La lista de lugares comunes que se usan para definir a Martín Palermo es tan extensa como insuficiente. No alcanza con la prolífica descripción zoológica, con la exaltación mitológica, con el repetido argumento del azar como don, con la tesis que asegura que lo que vemos es su película y no su vida. Ese compendio de explicaciones que fluctúan entre la cursilería y el desborde imaginativo, simplemente, no lo explican.
He tenido cientos, miles de veces, esta discusión en bares, en tertulias futboleras, en el café con los amigos: me dicen que es de madera; el caballo más grande que existió desde aquel que inventaron los griegos para engañar a los troyanos. Entonces, apelo a la fría racionalidad de los números, cansado de defender lo que las estadísticas demuestran por sí mismas. Sin embargo, ese argumento sólido, contundente, lapidario, no termina con el debate. Invariablemente, aferrados a esa pasión irracional por desmitificar lo que no se quiere; me retrucan que los goles que alimentan el obeso historial del goleador son fruto del ojete, si, para ellos, Palermo es alguien que anda por la vida, por el fútbol, cagando goles. Claro, no hay ninguna virtud en una acción que es sólo consecuencia de un reflejo natural. Naturaleza extravagante, por cierto, propia de la inédita zoología del equino defecador de goles. ¿Qué esperan muchachos? llamen a la National Geographic y a Discovery Chanel porque en el parnaso del fútbol argentino hay un animal que abona las redes. Para algunos, a eso se resume su historia: Palermo y su culo prodigioso, su culo mágico.
Delirios como el que acabo de describir alimentan el imaginario de las víctimas de los goles de Palermo, que recurren a hipótesis descabelladas para desmentir la racionalidad de las cifras. El alegato de la casualidad eterna es sólo una de las tantas maneras con las que pretenden exorcizar el sufrimiento, comprensible, por cierto: siempre es el perro y su suerte animal la que los condena. En medio de todo ese artificio retórico, lo que no se termina de entender es cúal es la verdadera esencia del goleador. Entonces, voy a arriesgar una definición y con ella me arriesgaré una vez más a la puteada: Palermo es un artista.
Mientras me putean, intentaré explicar mi tesis: El gol es el súmmum del arte del fútbol, la concreción de su lógica pasional, la obra en su estado acabado. Un caño, un taco, una rabona son expresiones bellas, sin duda, pero si no terminan o contribuyen al gol son una paja, una anécdota, un destello que podrá deslumbrar al esteta pero que no emocionará al hincha. A riesgo de ser considerado más bilardista que Bilardo, debo decir que toda filosofía futbolera se destruye frente al axioma que alguna vez escuché en boca del inefable Luis Rey: “gana el que hace más goles”. Si, tan simple como eso. ¿Acaso para el Don Juan cuentan las conquistas que no terminan en el coito? Para el seductor de nada sirve la mirada ganadora, el beso cautivante, ni la franela ablandadora si la acción no termina en un polvo. Lo mismo pasa con el fútbol: ¿nos acordaríamos hoy del segundo gol de Maradona a los ingleses, si en vez de eludir al arquero, hubiese definido al segundo palo y la pelota se hubiese ido larga, besando su cara externa? Obvio que no, sería sólo una anécdota, una anécdota muy cruel por cierto. Pues bien, siendo el gol la máxima expresión del juego en tanto arte, entonces, siendo Palermo uno de los goleadores más grandes en la historia del fútbol nacional, no hay que ser un genio matemático para definirlo como un artista. Sin embargo, la cosa no es así de fácil.
Palermo no es un artista por la desmesura goleadora que traducen las estadísticas. Su arte no reside sólo en la cantidad y calidad de sus goles, sino en la perdurabilidad de ellos. En el hecho incuestionable de que muchos de esos goles ya son eternos. Son infinitos en la memoria de los hinchas que le contarán a sus hijos y estos a los suyos – y así por siempre- que vieron a Palermo hacer un gol con los dos pies, otro con la rodilla destrozada, o uno con la cabeza desde la mitad de la cancha, dos goles en una final intercontinental, unos cuantos más para ganar clásicos o en un mundial (la lista sería inacabable). ¿Quién le saca el último gol de Martín a River de lo más profundo del ser al hincha que llora con ojos vidriosos aferrado a la tela? A eso se reduce toda praxis artística: un momento condenado a la eternidad. Ante eso, toda cifra, todo número finito, es una ecuación absurda. Sólo el arte trasciende al tiempo y Palermo es un artista, un magnífico artista cagador de goles.
miércoles, 16 de junio de 2010
Prohibido pecar contra la esperanza
En el barrio, cuando niño, había una formula que servía para contrarrestar cualquier afrenta: “Sigue hablando, sigue entrando”, se decía en ciertos casos para silenciar a un rival. Ahora bien, si la sentencia barrial se aplicara a todos los Totis Pasman que deambulan por la copa del mundo, estos posiblemente correrían la misma suerte que las víctimas de Vlad Tepes. Esta inmolación no sería un castigo por ofender a la deidad del futbol, sino más bien una sanción justa al uso indebido del oficio que dicen desempeñar.
No es pecado criticar a Maradona. El error de quienes se empeñan en buscar los desaciertos del técnico está en dar la espalda a la gente. Detrás de las pantallas que ocupan esos falsos sabios del fútbol, hay un país que se muerde las manos por salir a las calles a festejar un mundial. Hay gente atragantada de felicidad que espera con el alma en vilo un triunfo, mientras esos pseudo filósofos del futbol ostentan un racionalismo contrario a toda ilusión. En pos de oír su voz, hacen oídos sordos a las palpitaciones del pueblo.
Eduardo Galeano recordó hace unos días una máxima que aprendió de uno de sus maestros en el periodismo. Las palabras, tal vez pomposas, pero no por eso menos ciertas, revelan el peor error en que puede incurrir quien ejerce el oficio: “Prohibido pecar contra la esperanza”.
martes, 23 de febrero de 2010
Yo vi al diablo en Ranchillos
El diablo andaba suelto. Lo vi cantar con el torso desnudo arriba del escenario, un fierro tatuado en la cintura, otro en las manos a manera de instrumento. Lo vi moverse como poseído y no había exorcismo que acabara con el éxtasis infernal de la música de su keytar. Lo supe yo y los pibes y las guachas que danzaban frenéticas en Ranchillos: durante poco más de media hora Pablo Lezcano fue el diablo.
El diablo andaba suelto, no había duda. Lo vi también junto a la morocha que arrastraba de los pelos a una rubia oxigenada entre una maraña de ratis impotentes. Lo vi en las embestidas sexuales del hombre gordo que arremetía contra una mujer prendida a su cuello. Lo sentí bailar a mi lado y bambolear dos pechos titánicos al ritmo de una cumbia. Lo vi disfrazado de mandingo con el rostro todo pintado de negro mientras hacía un pete en el baño. Lo vi como un Goliat culón disfrazado de mujer. Lo vi y se llamaba Pedro; luego Alvaro y tenía los ojos podridos, la lengua dispuesta, el apetito insaciable. Lo había ido a buscar y ahí estaba, esperándome en el espejo del baño de mi casa.